La aleccionadora historia del primer ayuntamiento democrático de España pone de manifiesto cómo un recto proceder acompañado de perseverancia puede llegar a superar los mayores imponderables. Aunque también demuestra que una acción pionera puede quedar en un resultado aislado, sin sentar precedentes que formen una tendencia generalizada.
La canaria isla de La Palma tiene una apasionante historia. Fue conquistada y colonizada desde el siglo XV por castellanos, genoveses, franceses, portugueses y flamencos, cuyos descendientes hidalgos acapararon los puestos del concejo que la gobernaba. Se trató de una ínsula de enorme importancia estratégica, pues era la última que tocaban los barcos europeos antes de cruzar el Atlántico; razón por la que su puerto tenía un gran tráfico, estaba muy bien protegido y sufrió tremendos ataques de piratas y corsarios.
Entre los numerosos inmigrantes extranjeros establecidos allí se encontraba Dionisio O’Daly, irlandés que se marchó de su Cork natal a mediados del siglo XVIII debido a la enorme dureza con la que el rey de Inglaterra Guillermo III de Orange les venía tratando a los católicos. Hombre de fortuna y contactos, se dedicó a comerciar con productos americanos y europeos, conectando La Palma con Inglaterra, Flandes y Alemania.
En 1766, la nueva normativa sobre gobierno local promulgada por el rey Carlos III abrió la posibilidad de que la burguesía local pudiera compartir los puestos de gobierno de los concejos municipales con las familias hidalgas que venían acaparándolos. La participación en las elecciones para los cargos de diputados y síndicos estaba restringida a los vecinos varones, que residían y pagaban impuestos por sus viviendas, y que tenían más de 25 años. Primero se elegía una docena de compromisarios y entre estos se elegía a los mencionados cargos.
Al igual que en las demás islas, los descendientes de las familias conquistadoras y sus parientes y amigos acaparaban completamente el poder local. Los ‘regidores perpetuos’ venían empleando ese poder para malversar fondos públicos y apropiarse de lo que no les correspondía, algo que era conocido y que fue denunciado en 1766 por uno de los nuevos diputados: Anselmo Pérez de Brito. Al año siguiente Dionisio O’Daly accedió al cargo de síndico, y se puso a continuar la labor clarificadora iniciada por Pérez de Brito; pero los regidores perpetuos le consideraron indigno del cargo, tanto por haber nacido en el extranjero como por disfrazarse de mujer durante los carnavales.
La presión a la que fue sometido O’Daly por las familias caciquiles de La Palma le aconsejó emigrar a la Península, decidiendo presentar una demanda ante el Consejo Supremo de Castilla. En 1771 éste dictaminó que los regidores pasasen también a ser elegidos, desapareciendo el cargo de ‘regidor perpetuo’ en La Palma. A partir de entonces, los regidores, al igual que los diputados y el síndico, pasaron a elegirse cada dos años. Esto supuso que la isla de La Palma fue posiblemente el primer ayuntamiento democrático de España.
Resulta curioso que, a falta de un edificio municipal apropiado, las reuniones del que posiblemente fuera el primer ayuntamiento democrático de España se realizasen en la Cueva de Carías, un orificio natural que ya venía siendo aprovechado hasta el siglo XV por los gobernantes de los aborígenes para realizar allí sus asambleas y reuniones de gobierno.
Texto de Ignacio Suárez-Zuloaga e ilustraciones de Ximena Maier