Don Suero solicitó formalmente al rey su permiso para cumplir con un voto de amor que le había hecho a su dama Doña Leonor de Tovar. El voto consistía en que cada jueves llevaría puesta la argolla de hierro hasta que se librase de su “prisión”. Conseguiría dicha “liberación” si culminaba con vida un paso honroso de armas —un ritual de combate individual a caballo— y después peregrinaba a Santiago de Compostela.
Para celebrar dicho paso honroso de armas Quiñones solicitaba al rey la autorización para situarse en uno de los lugares más transitados del reino —el puente de Hospital de Orbigo (León), en el Camino de Santiago— e impedir el paso a cualquier caballero que quisiera atravesarlo. Como iban a ser muchos los caballeros que trataran de atravesarlo, intervervendrían también en la defensa los otros nueve caballeros que lo defenderían junto a el. Suero de Quiñones y los compañeros caballeros pretendían realizar la prueba a lo largo de todo un mes, entre quince días antes y quince días después del día 25 de julio (que es cuando se celebra la festividad de Santiago apóstol).
Los diez “caballeros mantenedores” del paso honroso presentaron al rey un “capítulo” —es decir, unas normas de actuación— en el que se imponían la obligación de “romper” un total de trescientas lanzas —reventar las lanzas en la lucha, derribar al oponente de su montura o hacerle sangre— contra todos los “caballeros aventureros” que allí se presentaran. Al tratarse de un lugar y de unas fechas muy concurridos, el rey se tomó un tiempo para deliberar con sus consejeros acerca de la solicitud; finalmente otorgó su autorización. En la corte de Castilla, al igual que en las demás cortes medievales, había un caballero con el cargo de “Rey de armas”, dedicado a registrar los hechos de los caballeros para decidir los premios y castigos, así como para elaborar la heráldica y organizar los torneos; por ello el rey le encargó a su Rey de armas llevar los capítulos del desafío que preparaba Don Suero a las cortes de numerosos magnates —incluido al rey de Aragón— para que se dieran a conocer. La convocatoria resultó un gran éxito, pues la noticia se extendió no solo por la Península, si no por gran parte de Europa.
Durante las semanas previas al acontecimiento, carpinteros contratados por el padre de Don Suero de Quiñones se dedicaron a talar madera y preparar tablones para la construcción de tribunas para el público asistente y pasarelas en las que se pudieran celebrar los combates. Se montaron también veintidós tiendas de campaña para albergar a los caballeros, oficiales, escribientes, herreros, escuderos, sastres, armeros, caballerizos… que tomaran parte.
Con el fin de que los caballeros aventureros que acudieran no se extraviasen, los empleados de la familia Quiñones colocaron en el puente de San Marcos de la ciudad de León la estatua de un heraldo señalando el camino hacia Puente de Órbigo.
Un caballero alemán y dos valencianos se presentaron el 10 de julio de 1434 para participar en el passo. Los tres debieron entregar sus espuelas derechas, que fueron colgadas y exhibidas en un paño hasta que finalizaran sus combates. Se creó una cierta tensión entre los tres caballeros pues todos querían ser los primeros en combatir; además, después de haber viajado desde tan lejos ninguno quería dejar de luchar contra Suero; esto último tampoco era posible, pues según el capítulo eran diez los caballeros quienes mantendrían el passo.
Adicionalmente, el capítulo octavo de los reglamentos del paso de armas establecía explícitamente que los caballeros aventureros no sabrían contra quien luchaban y no preguntarían el nombre del contrincante hasta haber finalizado el combate. Los jueces del paso honroso eran unos caballeros veteranos encargados de fijar el orden de los combates; para ello estaba previsto que dialogaran con los mantenedores acerca de quién luchaba cada vez.
A diferencia de los espectáculos deportivos actuales, la reglas del paso honroso eran muy estrictas y se aplicaban con criterios draconianos. Durante la acometida de su señor, el paje de uno de los caballeros mantenedores gritó, entusiasmado: “¡A él, a él!” Al darse cuenta de ello los jueces del paso de armas, estos ordenaron a los oficiales del rey que apresaran al paje y le cortaran la lengua. Los caballeros participantes reaccionaron rogando a los jueces que mitigaran el castigo, pues entendían que el paje se había dejado llevar por la emoción del espectáculo. Ante la insistencia de los protagonistas del passo, los jueces decidieron sustituir el castigo por treinta “buenos palos” —una paliza en toda regla— y un corto periodo de estancia en prisión (con lo que también se perdería el resto del espectáculo). Es de imaginar que el resto del passo honroso se celebró en el más escrupuloso silencio.
El paso de armas se realizaba conforme a un estricto ceremonial. Las comunicaciones se hacían por escrito, siendo traídas y llevadas solemnemente por el rey de armas y los heraldos que circulaban entre los caballeros y los jueces; todo esto era certificado por el notario del reino, que iba recogiendo los acontecimientos. Cada día comenzaba la jornada del paso de armas con una misa solemne y finalizaba con un festín en el que participaban todos los caballeros asistentes. Tan estricta normativa no impidió que la rivalidad fuera máxima y que los caballeros mantenedores trataran de emplear las normas para evitar ciertos encuentros con los caballeros aventureros más peligrosos. Por su parte, unos caballeros venidos desde muy lejos con el afán de acrecentar su reputación merced a éste acontecimiento tan famoso emplearon todos los medios para tratar de poner en ridículo a Suero y a sus compañeros.
Un día los jueces avistaron dos damas por las cercanías del puente, por lo que enviaron al rey de armas y al heraldo para comprobar si dichas damas eran nobles y si iban acompañadas por algún caballero que las defendiera —pues según las normas del capitulo del paso de armas, toda dama que pasara a media legua del lugar debería de entregar su guante derecho si algún caballero no luchaba por ella—. Ante la pregunta las damas respondieron que efectivamente eran nobles, que iban acompañadas por un caballero y que se encontraban de peregrinación a Santiago de Compostela, pero que el caballeroque que las acompañaba no estaba en disposición de luchar; enterado de esta circunstancia uno de los caballeros aventureros que estaba aguardando a que le tocara su turno para luchar se ofreció para peler por ellas; así se hizo, devolviéndose el guante a cada una de las damas.
Se fueron sucediendo los combates del paso honroso, hasta que el 6 de agosto Suero se enfrentó al caballero catalán Esberte de Claramente. En la novena carrera la lanza de Suero alcanzó a su adversario en el ojo izquierdo —que salió despedido fuera del casco— cayendo el jinete de su montura. El desgraciado Esberte murió, plenteándose el problema de en donde se le enterraba; finalmente, el cuerpo debió de enterrarse en una ermita no consagrada, pues el obispo de Astorga prohibió expresamente que fuera sepultado en lugar sagrado, ya que la Iglesia prohibía estos espectáculos caballerescos. Tres días después finalizaría el paso de armas sin que se hubieran llegado a romper las trescientas lanzas.
La convocatoria había alcanzado tales proporciones que eran numerosísimos los caballeros esperando para combatir con Don Suero, número acrecentado con aquellos que llegaron fuera del plazo marcado en el capítulo. Dado que Don Suero y sus compañeros se habían convertido en auténticas celebridades, los caballeros que no habían podido luchar se negaban a irse, pero no obtuvieron éxito pues los caballeros mantenedores del paso de armas emplearon toda clase de subterfugios para evitar nuevos combates; por lo visto, la experiencia les había dejado sin ganas de seguir arriesgando la vida con todos aquellos que deseaban hacerse un nombre a su costa.
Don Suero realizó seguidamente la peregrinación a Compostela, volvió liberado de su “prisión” y se casó con su amada. Con ella tuvo dos hijos. El famoso Don Suero de Quiñones moriría veintidós años después de forma alevosa, asesinado por unos secuaces de Gutierre de Quijado —caballero con quien mantenía disputas—.
Texto de Ignacio Suarez-Zuloaga e ilustraciones de Ximena Maier